Mira que sería absurdo negarlo cuando dos policías, seis pacientes, una secretaria y mi esposa me han encontrado sobre el cadáver, una lámpara en mano, mi cara sonriente y el cráneo partido de mi doctor frente a mis ojos.
Advierto que mi actuación aparentemente vil es un asunto de memoria y no de plena conciencia. No es que me debiera nada, pero la culpa de este crimen debe relacionarse más con el oficio del finado -toda profesión tiene sus riesgos- que a la violencia desenterrada durante una sesión de psicoanálisis.
Luego, el verdadero asesino es un niño de cuatro años.
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