Usaba un nombre falso, porque el que tenía no resultaba apropiado para los milagros. Llegaba a cada pueblo en ayunas, y se instalaba en la plaza pública mientras las madres arreaban niños a la escuela. Luego se sentaba y veía pasar el pueblo frente a su plaza, es decir, frente a los ojos. Anotaba en una libreta un detalle nimio, un gesto, un ritmo cualquiera. También cierta expectativa en la mirada de las solteras, las ansias de concesión de los no casados, acaso algunas veces el registro de dos o tres anhelos que olisqueaba en el viento. En el detalle está el destino, decía con cierto fastidio, acostumbrado a interpretar el deseo.
Solía llegar a cada pueblo los miércoles. Entonces es domingo y se trepa a un banco de colores para pregonar sobre el devenir, la mecánica cuántica y cuánto se conecta y cuánto se decanta. Luego y enseguida la gente lo rodea, convencida por sus palabras y su nombre. Saca su libreta y habla de posibilidades: tú con tal, ella con éste, aquello contigo, ése en fulana.
Porque sólo bastaba la posibilidad de la relación leída en los detalles de una libreta para que se soltara una epidemia de matrimonios en cada pueblo. En la combinatoria descansa el destino, siempre el mismo, inevitable. Y me casé por soledad, claro está, pero también porque algo debió haber visto de mí en ti y de ti en mí, allá y entonces, que nos alcanza ahora y aquí: destinados, completos, felices, viejitos.
0 comentarios:
Publicar un comentario