22 septiembre 2006

Silencio en convenio

Hace años establecí una norma limitante en mi relación con mis amigos: no intervenir discursivamente en nuestras relaciones amorosas. Ya era suficiente enfrentar en solitario los celos de los cuerpos transcurridos, los equívocos de lo no comunicado. Cuando realmente me importa mantener la amistad, esta regla técnica en nuestras palabras nos protege de futuros reclamos e inseguridades gratuitas en la relación. Pero no estoy seguro que ellos terminen por entender mi renuencia a mantener el silencio, a expresar sólo el lado positivo de sus parejas: (les) puede aún bastante la idea de la sinceridad entre los amigos, la necesidad de que el Otro apruebe lo Suyo. Con los años he observado que mis amigos más felices son aquellos a los que les ha dejado de importar las opiniones ajenas sobre la fealdad, la ausencia de educación, los kilos extras, la cartera gastada de la carne en turno. Omitir concientemente baches en las opiniones es mentir, pero es un embuste prudente que aligera la presión y aletarga el momento donde por nosotros mismos nos desilusionamos, caemos en cuenta y dejamos atrás el enamoramiento primigenio, asunto que puede aún resultar en una nueva relación mucho más sensata y cimentada. Si el amor es una larga despedida, como dice un verso de Pedro Salinas, adoptar esta norma ha permitido, en mi círculo interno al menos, que cada uno disfrute y padezca la relación a su propio ritmo, y nos despidamos de ella desde nuestra propia percepción. El problema es el manejo de la culpa, porque no podemos entonces responsabilizar a Otro por el rompimiento.
Tal omisión sobre nuestras opiniones conlleva un principio ético: tras esta libertad que nos aporta la relación con nuestras amistades, tras este permiso aparente, y compromiso, de hablarles con la verdad y confrontarlos, se desvía la mirada sobre la responsabilidad de nuestras actuaciones sobre los amigos. ¿Quién soy yo finalmente para decirle a alguien quién le conviene en la cama, quién le empareja con su fachada? He conocido, y pertenecido, a grupos donde los de naturaleza líder derraman a discreción crueles dictámenes, aprueban vínculos o deslegitiman posibilidades amorosas. La norma se basa en un umbral prudencial de responsabilidad: las opiniones de nuestros amigos nos pesan, más de aquellos en los que hemos cimentado la confianza, la intimidad y la consejería. Palabras como “gata”, “gorda”, “naco”, “corriente” y “anciano” pueden ser completamente relativas y ambiguas sobre nuestras parejas y podemos adoptar la actitud de solvencia y seguridad, pero la carga de la imagen nos queda, media y carcome la convivencia, y puede acelerar el proceso de despedida ante los inseguros, o puede, en un afán de aferrarse sin oídos a la relación, provocar una retirada del grupo. Después de los treinta, creo que la mayoría ha conocido historias de amigos que se alejan con su pareja acusando de envidia a los camaradas y personas que acusan a sus compañeros del rompimiento de la relación “perfecta” (por supuesto, cuando el cierre es por circunstancias “ajenas” nos es fácil sublimar al individuo perdido y extrapolar la responsabilidad de la pérdida).
Así que hace algunos años, tras entrar durante una década en el juego de escuchar y emitir opiniones, algunas nimias, otras dolosas, pero siempre de “buena fe”, decidí deslindar a mis amigos del compromiso moral de decirme sus apreciaciones sobre mis parejas. Y viceversa. Se convirtió en una exigencia a priori en nuestra amistad. Nos hemos lavado las manos y dejamos el ondular de la relación en nuestras propias y privadas responsabilidades. No se trata de no escuchar problemas y negar un consejo, sino priorizar el acompañamiento, con frecuencia en silencio, y fomentar una actitud mayéutica donde lleguemos a una evaluación propia sobre nuestros vínculos. Salimos mejor librados cuando preguntamos, a cada paso, cómo te sientes y qué piensas, que expresar unos apocados y poco responsables “te dije que no te convenía” o “eso te pasa por salir con gatas”. Por supuesto, la regla no se aplica en casos de asesinos seriales, ladrones compulsivos y golpeadores natos, en cuyo caso la advertencia no debe quedar en el vacío. Todo lo demás, sadomasoquismo en la alcoba, vividores de profesión, asaltacunas con colmillo, pretensiones de vida elegante, infidelidades al paso, son asuntos que la pareja debe negociar en privado y experimentar el proceso.
Esta norma de expresar sólo facetas positivas de la percepción también guarda tonos de comedia y de revancha, y el silencio, la omisión del lado negativo de la apreciación, puede aportar los goces necesarios en un discurso mudo. Hace algún tiempo me involucré de forma terrible, en el sentido de intensidad y obsesión, con alguien que, a todas vistas, constituía la representación, al menos en apariencia, de las prioridades de compañía que en ese instante marcaba como requisitos. Me abordó en una biblioteca donde realizaba ciertas tareas hemerográficas. El lugar, sublimado, me parecía el sitio idóneo para conocer posibilidades de relación. Por supuesto que es una ilusión óptica, que guía la manera de involucrarse. Años atrás, cierto amigo conoció una persona en unos baños de vapor y me contó entusiasmado la morbidez del encuentro; días después me comunica que ha mantenido el contacto y, la recreación de la realidad, me persuade a las tres semanas que, ante preguntas insidiosas, altere la versión de origen y establezca, como lugar del encuentro, la Biblioteca Pública del Estado. No es el lugar, sino la persona, pero el espacio impone los autoengaños y la variante del involucramiento. Al menos para este amigo, la versión de origen le continuó pesando demasiado, en un discurso de celos y paranoia, a pesar de que los demás conocían un inicio más “legítimo” y candoroso. También caí en esta ilusión del espacio. Me pareció idóneo el encuentro entre un bagaje de datos, papeles y una actitud de suficiencia intelectual. Ahora por supuesto me incomoda la sublimación establecida por el deseo, pero hace años marcó la pérdida de una proporción debida para con la persona. Como me confesó que tenía una relación previa de dos años a punto de terminar, me pidió el tiempo necesario para finiquitar el vínculo y construir la posibilidad que ambos recreábamos en las conversaciones. Aunque mis amigos jamás lo creyeron, los siguientes seis meses me mantuve célibe, también imbécil, en el autoengaño de asumirme como merecedor de la relación. Dos días antes del encuentro programado me habla para postergar la cita dos tardes y, el día del enfrentamiento, me compone una historia de deslegitimación: de repente resulté demasiado complejo, asertivo, franco ácido y con un pasado disoluto que generaba desconfianza y malos augurios. Había conocido un hombre una tarde antes, en una tienda de discos y, oportunamente y a tiempo, había resultado con los atributos buscados por la inercia social: un tipo bueno, cortés, saludable, inocente, reservado, sin pasado reprochable: confianza absoluta y buenos augurios. Obviamente no hubo reclamo y mentí sobre mis emociones: minimicé discursivamente mis expectativas, mencioné entre líneas la curiosidad de que también yo había conocido otra persona, verbalicé los mejores deseos y me despedí de la manera más honrosa encontrada. Creo que incluso pagué la cuenta y me despedí con un abrazo. Asumí, en otras palabras, la parte del ridículo y la frustración. El problema mayor fue la parte de la amistad, un hecho en el que se hizo hincapié, y la tácita apertura de salidas civilizadas con nuestras parejas en turno. Todos felices.
A tres semanas de una distancia prudente, una llamada me invita a programar un encuentro y, asumiendo una madurez que no tenía, por supuesto, efectuar la presentación oficial del hombre absoluto y adecuado. Tres semanas pueden convencer con bastante firmeza. Cena en tres tiempos en mi terraza: no tenía caso alguno negarme, en mi insano mundo, el honor de la introducción y la comparación con la alternativa. En el fondo, nobleza inocua, consideraba que si el individuo resultaba con los atributos descritos, no me quedaría de otra que desear fortuna y comportarme con la mayor de las consideraciones. Sí, crónicamente civilizado. Todos felices. Tocan la puerta, abro nervioso y, como diría Ochoa Sandy, termina el tiempo exterior e inicia el tiempo interior. Una semana antes, en una de aquellas fiestas de balconeo y sordidez, un grupo de conocidos me había narrado la historia patética de un hombre mitómano, conflictivo y con dobles parámetros, un tipo al que dejaban en la esquina de su “casa”, en una de las mejores colonias de la ciudad, y luego emprendía la huida, con los padres negados, en una colonia marginal de Guadalajara. La narración venía con un pícaro anexo: una lista de aspectos sexuales un tanto (bastante) vergonzantes. Pero no es el fin de este escrito la descripción de penurias. Fin del tiempo interior y regreso al tiempo exterior. Tocan la puerta, abro nervioso y, el silencio puede ser revancha no buscada, las coincidencias aportan su dosis de placer. Omití por supuesto el aspecto negativo porque, al fin de cuentas, era mi trato de amistad, pero alenté la conversación sobre historias de vida y las inmejorables posibilidades que les veía como pareja. El tipo me reconoció de inmediato y el resto de la velada, también durante las siguientes semanas, esperó que contara viejas historias y hechos concretos y decadentes de su pasado: no era mi asunto, era un proceso amoroso que merecían experimentar por sí mismos y una relación por la que habían optado de forma completamente libre. Me perdí en la cuenta de las mentiras mutuas en el transcurso de los ochos meses de pleitos, berrinches, descubrimientos y reclamos que aderezaron la relación. Sólo me limité a escuchar y acoplar los datos. Está demás afirmar que la cena estuvo tremendamente divertida mientras los escuchaba formular tremendos planes de vida marital. Todos felices.
Hace días me enteré de un conocido que abandonó una relación de años porque, afirmaba públicamente, había encontrado a la persona perfecta en su vida. También escuché que esa persona es precisamente aquella con la que su relación pasada lo había engañado. Hasta el momento no sé si sus mejores amigos conocen este dato o si estarán de acuerdo conmigo en la necesidad de establecer una norma de silencio.

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