22 septiembre 2006

La breve hondura

No es que me escude en las palabras: abuso de ellas. Es un asunto de facultar la distancia por más que intente fomentar la cercanía. De aquí la hipócrita culpa. Certeau decía que la toma de la palabra implica tomar una posición frente al mundo. Lo que también significa que callar retrae, te coloca en un segundo frente. Tal vez porque soy de una naturaleza sumamente insegura confundida con arrogancia he tenido que pasar adelante con ciertos recursos, fingir que tengo más que decir en más tiempo que el adulto promedio. Se trata de un severo pecado porque me excedo consciente, me desbordo en la superficie. Apenas comienzo a valorar la relevancia del silencio.
Debo aceptar que la parquedad me ha enseñado bastante y ahora rodeo los rodeos y los estilos obesos en sus explicaciones y aderezos: intento ir al grano en la complejidad del asunto y los esquematizo en hechos y posibilidades sensatas: dejo espacio también para el what if porque en realidad se trata de un diagrama de flujo que intensifica la vivencia y somete a crítica lo obtenible. En ocasiones desearía no involucrarme en esta dinámica de explicitud no requerida o en una tripodología felina que suele fastidiar a los involucrados. Asumido el pecado, ahora se trata de encontrar lo necesario y lo suficiente en la charla, la crítica y la mirada. No sé si lo que he logrado es sólo incongruencia y un simulacro de dirección sensata.
También acepto que mi desparpajo verbal se contrapone con ciertas lecciones. Con los años de uso, las frases más punzantes han aparecido en la pantalla de mi teléfono móvil o en una ventana messengeriana: una negativa absoluta, una frase contundente sobre mis pecados o sobre mis expectativas. Bajo el supuesto de los múltiples lenguajes en juego, solemos decir que las conversaciones más trascendentes deberíamos reservarlas para una interacción cara a cara, que la frialdad de la palabra en estas tecnologías supone vacíos de interpretación que denigran el valor de una conversación “real”. Una parte de mí dejó de estar de acuerdo. La celeridad de estas frases suele angustiarme porque intento contextualizarlas, ubicarlas, anexarles diferentes emociones que las maticen. Tal vez me autoengaño y esa oración tajante sea la respuesta más severa pero honesta que busco obtener y que aclara el punto: “Contigo no quería hacerlo sentir” o “Más importante es mi trabajo” o un “ok” angustiante que todo lo acepta con vileza o un “gracias” que te suena a ironía absoluta: haikus tecnomediados. He aprendido más de la parquedad de estas frases que de millares de palabras aglutinadas en ciertos textos. Dicen que lo contemplativo de un breve instante abre certezas: me parece que también domina demonios. Debo aprender a no exigir más información sobre estas frases, dejar de apelar a la comunicación perifrástica. Tal vez esa persona es todo lo que tiene que decir, quizás es todo lo que debía expresar para mostrarme el inicio de un fragmento de vida, la relevancia de una emoción co-construida o el término de una relación más o menos relevante. Debo aprender a valorar más la importancia dramática y honda del texto breve, tal como lo hacían Julio Torri y Monterroso. Existe un viejo chiste de un Leopold von Sacher-Masoch descendiendo alegre a las torturas del infierno para encontrarse con el marqués de Sade. Aquél encuentra su contraparte y le pide que lo humille, lo martirice, lo azote, lo someta a voluntad por los siglos que les resten. El filósofo francés sólo se limita a contestarle un informativo, tajante y profundo “NO”. Mayor perfección no es posible.
Hay una frase que constantemente retoma Oscar Wilde en las epístolas de De Profundis: “El mayor de los vicios es la ligereza, sólo lo que se queda en el fondo realmente vale”. Tal vez es la razón por lo que me desespera producir ensayos extensos donde la redundancia y sobreexplicación sólo vuelvan más boyantes las intenciones. Un ensayo corto es una eyaculación lingüística: al final lo que interesa es la voluntad de llegada ante esa fugacidad de una pequeña muerte que realmente importe y el aceptable fastidio inmediato a los agradecimientos, las culpas o el gemido. Un ensayo corto se hunde rápido, claro, pero algo en su adecuada materialidad toca el fondo con un sonido hueco, apagado y sensato, fuera de la espectacularidad de un gran bote en naufragio épico.
Recién ayer un amigo me decía que algunos de mis textos apelaban asuntos ligeros que, posibles de profundizar, quedaban en la superficie por su carácter costumbrista y vivencial: debía superar la ocurrencia para lograr una recurrencia humanista, relevante. Le doy la razón en cierto sentido: cualquier texto es explotable hasta disfrazarlo de trascendencia y anclarlo con mitos y obsesiones básicas de la existencia del hombre. Pero se trata de diferentes fases de un juego literario donde la experiencia se vuelve academia y luego rigidez estructural y luego institución. Para la resolución de estas brumas personales, prefiero quedarme en esa superficie de la vivencia reflexiva y en la frivolidad aparente de escribir para mis amigos. Solemos olvidar que la filosofía es más una actitud de cuestionamiento constante de lo cotidiano que un recuento de cavilaciones milenarias de un puñado de necios. Estos textos son una minuta de nuestras conversaciones y una piratería redundante de nuestros encuentros. Es un esbozo de sorpresas al paso, de nuestros escándalos y miedos, reafirmación de nuestras oscilantes franquezas. Son notas superficiales porque se quedan en la inmediatez de un intento de comunión y un experimento de reafirmar que esos arquetipos temáticos “profundos” se actualizan de una curiosa manera entre nosotros. Suelo escribir teniendo un puñado de amigos en la memoria, hibridando sus historias, las mías y la de nuestros enemigos, también las de aquellos desconocidos que nos alteran en los cruces. Suelo escribir pensando en el guiño de complicidad y la posible malicia lectora que puedo causarles. Por eso no puedo prescindir en estos textos de las anécdotas: sin ellas me arriesgo a la extrañeza y que mis amigos no se reconozcan en ellas y le den un sentido vagamente literario y no personal al ensayo: me arriesgo a que se queden ligeros. Al menos evito los nombres propios y la temporalidad banal como recurso pragmático para líneas alternas de lectura. Si en el camino el texto es dialogado entre otros es un asunto de ego consecuente, no pretexto de origen. Tiene razón este amigo sobre la escondida vulgaridad de la escritura académica: suele disolver el aspecto humanista de la interacción y la intimidad de la palabra, suele dejar de lado la obsesión por escudriñar los demonios personales y los santos griales particulares y fervientes. Me parece que en evitar esta actitud vulgar radica lo profundo, palabras más, palabras menos.

2 comentarios:

dayanna* dijo...

Un ensayo corto puede ser "emotivo" o puede "llegar bien chido" pero para un lector (o por lo menos para mí) es mucho mejor leer un ensayo largo e interesante como el tuyo. Aun cuando hay cuarentamil palabras que no entiendo puedo captar la base y a lo que te refieres.

Escribir es desahogar el alma y la mente al mismo tiempo... puedes hablar de cosas vanales, de anecdotas o de cualquier "pendejada" y siempre va a ser reconfortante; simplemente pq tienes el valor de publicarlo, pq cuando sabes q algo no es bueno prefieres dejarlo en tus recuerdos solamente...

ojala contestaras los comments... buenas noches jaja el whisky empieza a hacer efecto y me está entrando el sueño

bye =)

Anónimo dijo...

Si de esta manera escribes kisiera saber de qué manera hablas.