Todo va hacia delante y hacia fuera, nada sucumbe
y morir es diferente de lo que algunos suponen,
y más afortunado.
y más afortunado.
Walt Whitman
Salvo el orgasmo, esa petite mort que es un destello de gozo y trascendencia fragmentada, esa breve agonía que nos matamos por reiterar y presumirnos, la mayoría de las muertes son por lo común más definitivas, persistentes: muertes enteras.
Hay muertes predecibles, visionarias, como cuando dices que no pasarás de los treinta y lo cumples, o cuando sueñas tu final, huyes, y no importa cuánto te esfuerces en desviarte, el destino te lleva por un periplo que finaliza en lo soñado. Nada como el augurio del pesimista Vallejo: “Me moriré en París con aguacero, / un día del cual tengo ya el recuerdo”. Las muertes predecibles deben tomarse con calma, darse completos, optimistas: nada como la oportunidad de disfrutar lo que va en medio a sabiendas de la fecha de llegada. Es la última borrachera del derruido Ben en Adiós a las Vegas: la última, me autodestruyo y nos vamos. Cuando se sabe la fecha de caducidad, y te conformas, se controlan ansiedades, no te andas con rodeos, vas por la vida respirando netas. Con lugar y día de término puedes ser cínico, sarcástico, prometer grandes cambios en tu persona, jurar que te casarás con la doncella caída para que luego asista desconsolada a un funeral que ya habías pagado.
Las muertes accidentales, en cambio, se aprecian por la sorpresa y el cambio súbito. Por lo regular, son las muertes inconformes, espacios para amenazar a los dioses y observar cómo se desdibujan los planes. Lo mejor de la muerte accidental es la ruptura de lo cotidiano: tú eras feliz hace ratito: ya no más: de pronto concluyes. De repente mueres, atropellado por un tranvía, como Roland Barthes, o te cae un rayo mascando un chicle, o se te atraviesa un orangután en la carretera a Compostela: súbito y ya.
Las llamadas muertes necias se precian por el aura de perplejidad que define la defunción o el aire de casi chiste negro que caracteriza el entierro. He leído de personas que se trepan a un avión, un autobús o un tren y perecen en el camino, tranquilas en su último viaje. ¿Cómo lo contarán a los amigos los familiares? Las muertes absurdas tienen la ventaja de que se recuerdan en las fiestas y se parodian con los años: el tipo cae por las escaleras por usar los tacones de la hermana; un hombre baja a un pozo a rescatar una gallina y muere por los gases tóxicos; en Kansas City y en abril de 1949, por despertarlo para que dejara de roncar, un marido somnoliento asesina a balazos a la que fue su esposa durante 35 años.
Las muertes necesarias, por otro lado, se dividen en tres categorías que se relacionan con distintos tipos de carga. José Nisisaki, de 62 años, corta su cuello y sus muñecas con unas tijeras y después, para confirmar su muerte, salta por la ventana de un quinto piso: tanta insistencia debe suponer demasiado fastidio o excesivas culpas. El suicidio es una muerte necesaria cuando la voluntad se gasta y sólo quedan algunos gramos de valentía para colgarse, cortarse, atragantarse, liberarse. Como en unos versos de Rafael Alberti, “Hace falta querer ya en vida ser pasado, / obstáculo sangriento, / cosa muerta, / seco olvido”. Séneca definía el suicidio como la libertad absoluta: el término de la carne por decisión propia. Para las instituciones y los deudos puede parecer una cobardía, pero para el suicida es su imprescindible recurso liberador de nota roja. Yo me daré un tiro cuando el desgano cotidiano me venza, cuando el bostezo me distorsione el ánimo. Como lo defendería Alejandra Pizarnik, “Partir / deshacerme de las miradas / piedras opresoras / que duermen en la garganta. He de partir /no más inercia bajo el sol / no más sangre anonadada / no más fila para morir”.
La segunda muerte necesaria es la regulatoria: somos tantos. Las guerras y las epidemias son los glóbulos blancos de un planeta de cucarachas.
La tercera necesaria guarda relación con el sentido común: lastres de familia, trabas de pareja: hijos que pasados los cuarenta sangran a los padres, conyuges que amoratan durante cuarenta aniversarios: hay personas que mejor que estén muertas: bienvenido el duelo. Con frecuencia, después del entierro, la víctima de años retorna al hogar, recorre la casa y descubre la ausencia de miedos: sonríe: descanse en paz, descansa en paz.
Ciertas muertes son necesarias porque liberan, más allá del pesar y lo políticamente correcto: desatan. Tras el luto el deudo se descubre vacío: invirtió tanto tiempo. Las Titas se liberan: pueden ahora buscar marido, destetar chamacos. Durante años, el abuelo senil, el cuadrapléjico y el comatoso se pelearon el drama protagónico de continuar como carga o reiniciar como recuerdo. Ya no más inmemorias, ya no más cambios de pañales, ya no más sondas, ya no más llagas. Como escribe Brendan Behan en Confesiones de un rebelde irlandés, “Puede que el hecho de estar muriéndose no sea muy alentador pero, una vez muerto, el hombre se torna invencible. Nunca más lo pueden atemorizar”.
Hay un tipo de muerte más sutil, imperceptible: la protagonizan los que, reciclando a Behan, sólo existen por razones de espacio. Son los descomprometidos que languidecen, los que existen sin darse cuenta y deambulan, no pasean. Algunos son cobardes cotidianos y no se comen el mundo: palidecen y se quedan quietos. Otros le encontraron el gusto a ser espectadores y la vida es una pantalla que no les es propia. Son los que idolatran e invierten todo su tiempo, obsesos, en seguir los pormenores de un famoso. Aquel que desea una vida que sus carnes y pulsiones no podrán jamás darle. Ese que sueña con una vida perfecta y ensoñado se le pasa el tiempo. Este que odia tanto que se paraliza en bilis. Una vida desperdiciada es en vida la peor muerte.
Aunque aún necesito precisarlo, valorarlo, con seguridad he muerto tres o cuatro veces durante el pasado. Como mínimo. En ciertos momentos, años atrás, algo se ha quebrado, desmembrado, he participado de mis entierros y novenarios. Morir en vida en ocasiones es un privilegio. Participas de tu muerte simbólica.
Cierta tarde definitivamente pierdes. Una crisis del ánimo, una nueva ausencia, una agonía amorosa: por algo se empieza. Bertolt Brecht escribió en un poema que el que ríe todavía no ha recibido la noticia atroz. De pronto llega y te deshaces. “El aire te quema el ser” anotó Alejandra Pizarnik. Alguien te mintió lo suficiente, algo te golpeó lo suficiente: perplejo caes: pierdes y te entierras: muere tu ánimo. Como en una estrofa de Rilke,
No ser lo que se era / en la infinita angustia de esas manos; / tener que desprenderse hasta el propio nombre, como quien lanza, / lejos de sí, un juguete roto. / Extraño es no volver a desear / los deseos. Extraño es ver, deshecho, / disperso en el espacio todo aquello que estuvo unido. / Y es penoso estar muerto, / y muy arduo recobrar, poco a poco, / un asomo de eternidad.
Momentos antes de tu muerte pataleas, vociferas, lamentas la confianza traicionada, dimensionas el tamaño del fracaso, la caída. Pizarnik te diría que es el desastre, “es la hora del vacío no vacío / es el instante de poner cerrojo a los labios / oír a los condenados gritar / contemplar a cada uno de mis nombres /ahorcados en la nada”. Inmediatamente después te calmas: has muerto. Tan humillado, la vejación tan mayúscula, la pérdida sin proporciones, la entereza tan arruinada, ¿por qué no aceptar el pantano? No nades: húndete.
Por supuesto que puedes fingir recuperaciones prontas, ánimos épicos, disfrazarte con salud, pero negar palabras, según Benedetti, es abrir distancias. También puedes huir, comenzar en otro sitio, recrear: Al arruinar tu vida en esta parte de la tierra, escribió Kavafis, la has destrozado en todo el universo. Nunca escapas realmente. No nades: húndete, toca fondo: muere en vida.
Luego, en algún momento tienes que flotar. Algo te infla: el hambre, el sentido común, la autoestima, el hedor del muerto. Tus bríos y casta se ponen a prueba. En “Viento frío”, de H. P. Lovecraft, uno de mis cuentos favoritos, es el tesón y ciertos mecanismos de refrigeración los que mantienen en movimiento y existente al protagonista. Ha muerto desde hace meses, pero su voluntad lo niega, rechaza el olvido. Sólo cuando la refrigeración falla se quiebra el arrojo, se vuelve una masa viscosa y putrefacta en minutos. Este cuento ha sido uno de mis puntos de resiliencia desde la infancia: desapareces si lo decides.
Con las muertes simbólicas aceptas, como lo leí en una historieta de mutantes, que el alma es aquello que te jala en toda dirección y al mismo tiempo te mantiene unido. Desgajado recomienzas, pero no eres el único. El pelícano y el fénix han sido por cientos de años emblemas de la resurrección, símbolos de la esperanza. El primero se desgarra el pecho y da vida a sus polluelos muertos; el segundo entra en las llamas del nido y renace a los tres días entre las cenizas. El pelícano avala la continuación de la vida después de un baño de sangre; el fénix, la renovación del alma después de la hoguera. Sobre decir que ambos animales mitológicos son símbolos de Cristo.
En la mitología europea, Atis y Adonis son hombres que han muerto por capricho de los dioses, pero que se veneran relacionados con los ciclos de la naturaleza, con los tiempos aciagos y las temporadas de fertilidad. En el antiguo Egipto, Osiris es traicionado por su hermano, desmembrado y sus partes arrojadas en direcciones distantes. Su esposa-hermana Isis reconforma el cuerpo y Osiris resucita. Para los devotos, este dios representa aquello que renace, símbolo de la regeneración y la fertilidad.
Pero sólo hay fortuna, fecundidad, cuando mueres y aprendes en el proceso. “Ustedes —escribió Walt Whitman— que emergen de la corriente / en la que nosotros nos hemos hundido, / piensen, / cuando hablen de nuestras debilidades, / también en el tiempo sombrío /al que han escapado”. Necesitas comprender tu muerte como una bizarra búsqueda de equilibrio, donde el karma define el ajuste de los efectos de las causas durante tu existencia. Somos una matriz de temperamento y carne que debe probarse a través de distintas historias: repetido pero distinto, puedes reencarnar varias veces durante esta vida. Necesitas entender que este ajuste de cuentas también, aparte el placer, puede llegar a través del dolor. El problema es que caigas en un reduccionismo nietzscheano y declamar ingenuo que lo que no te mata te fortalece. Sin lección asimilada, la máxima es ingenua ilusión. En el poema “Desde los afectos”, Benedetti escribió que la forma no se pierde con abrirnos y que herirse no es necesariamente desangrarse. Necesitas renacer frutalecido, anima(liza)do, neonato fértil: incivilizado. Sólo hay muerte simbólica si caes en cuenta de ciertas verdades: aprende y caga, despréndete, suelta el cascajo. Después te creerás esta estrofa de Whitman: “Nunca ha habido otro comienzo que éste de ahora, / ni más juventud ni vejez que éstas de ahora, / y nunca habrá más perfección que la de ahora, / ni más cielo ni infierno que los de ahora”. Entonces comenzarás a encontrarle el sabor a los posibles sepulcros que te restan. Siempre hay alguien que te falla. Siempre hay alguien que se despide.
Las muertes accidentales, en cambio, se aprecian por la sorpresa y el cambio súbito. Por lo regular, son las muertes inconformes, espacios para amenazar a los dioses y observar cómo se desdibujan los planes. Lo mejor de la muerte accidental es la ruptura de lo cotidiano: tú eras feliz hace ratito: ya no más: de pronto concluyes. De repente mueres, atropellado por un tranvía, como Roland Barthes, o te cae un rayo mascando un chicle, o se te atraviesa un orangután en la carretera a Compostela: súbito y ya.
Las llamadas muertes necias se precian por el aura de perplejidad que define la defunción o el aire de casi chiste negro que caracteriza el entierro. He leído de personas que se trepan a un avión, un autobús o un tren y perecen en el camino, tranquilas en su último viaje. ¿Cómo lo contarán a los amigos los familiares? Las muertes absurdas tienen la ventaja de que se recuerdan en las fiestas y se parodian con los años: el tipo cae por las escaleras por usar los tacones de la hermana; un hombre baja a un pozo a rescatar una gallina y muere por los gases tóxicos; en Kansas City y en abril de 1949, por despertarlo para que dejara de roncar, un marido somnoliento asesina a balazos a la que fue su esposa durante 35 años.
Las muertes necesarias, por otro lado, se dividen en tres categorías que se relacionan con distintos tipos de carga. José Nisisaki, de 62 años, corta su cuello y sus muñecas con unas tijeras y después, para confirmar su muerte, salta por la ventana de un quinto piso: tanta insistencia debe suponer demasiado fastidio o excesivas culpas. El suicidio es una muerte necesaria cuando la voluntad se gasta y sólo quedan algunos gramos de valentía para colgarse, cortarse, atragantarse, liberarse. Como en unos versos de Rafael Alberti, “Hace falta querer ya en vida ser pasado, / obstáculo sangriento, / cosa muerta, / seco olvido”. Séneca definía el suicidio como la libertad absoluta: el término de la carne por decisión propia. Para las instituciones y los deudos puede parecer una cobardía, pero para el suicida es su imprescindible recurso liberador de nota roja. Yo me daré un tiro cuando el desgano cotidiano me venza, cuando el bostezo me distorsione el ánimo. Como lo defendería Alejandra Pizarnik, “Partir / deshacerme de las miradas / piedras opresoras / que duermen en la garganta. He de partir /no más inercia bajo el sol / no más sangre anonadada / no más fila para morir”.
La segunda muerte necesaria es la regulatoria: somos tantos. Las guerras y las epidemias son los glóbulos blancos de un planeta de cucarachas.
La tercera necesaria guarda relación con el sentido común: lastres de familia, trabas de pareja: hijos que pasados los cuarenta sangran a los padres, conyuges que amoratan durante cuarenta aniversarios: hay personas que mejor que estén muertas: bienvenido el duelo. Con frecuencia, después del entierro, la víctima de años retorna al hogar, recorre la casa y descubre la ausencia de miedos: sonríe: descanse en paz, descansa en paz.
Ciertas muertes son necesarias porque liberan, más allá del pesar y lo políticamente correcto: desatan. Tras el luto el deudo se descubre vacío: invirtió tanto tiempo. Las Titas se liberan: pueden ahora buscar marido, destetar chamacos. Durante años, el abuelo senil, el cuadrapléjico y el comatoso se pelearon el drama protagónico de continuar como carga o reiniciar como recuerdo. Ya no más inmemorias, ya no más cambios de pañales, ya no más sondas, ya no más llagas. Como escribe Brendan Behan en Confesiones de un rebelde irlandés, “Puede que el hecho de estar muriéndose no sea muy alentador pero, una vez muerto, el hombre se torna invencible. Nunca más lo pueden atemorizar”.
Hay un tipo de muerte más sutil, imperceptible: la protagonizan los que, reciclando a Behan, sólo existen por razones de espacio. Son los descomprometidos que languidecen, los que existen sin darse cuenta y deambulan, no pasean. Algunos son cobardes cotidianos y no se comen el mundo: palidecen y se quedan quietos. Otros le encontraron el gusto a ser espectadores y la vida es una pantalla que no les es propia. Son los que idolatran e invierten todo su tiempo, obsesos, en seguir los pormenores de un famoso. Aquel que desea una vida que sus carnes y pulsiones no podrán jamás darle. Ese que sueña con una vida perfecta y ensoñado se le pasa el tiempo. Este que odia tanto que se paraliza en bilis. Una vida desperdiciada es en vida la peor muerte.
Aunque aún necesito precisarlo, valorarlo, con seguridad he muerto tres o cuatro veces durante el pasado. Como mínimo. En ciertos momentos, años atrás, algo se ha quebrado, desmembrado, he participado de mis entierros y novenarios. Morir en vida en ocasiones es un privilegio. Participas de tu muerte simbólica.
Cierta tarde definitivamente pierdes. Una crisis del ánimo, una nueva ausencia, una agonía amorosa: por algo se empieza. Bertolt Brecht escribió en un poema que el que ríe todavía no ha recibido la noticia atroz. De pronto llega y te deshaces. “El aire te quema el ser” anotó Alejandra Pizarnik. Alguien te mintió lo suficiente, algo te golpeó lo suficiente: perplejo caes: pierdes y te entierras: muere tu ánimo. Como en una estrofa de Rilke,
No ser lo que se era / en la infinita angustia de esas manos; / tener que desprenderse hasta el propio nombre, como quien lanza, / lejos de sí, un juguete roto. / Extraño es no volver a desear / los deseos. Extraño es ver, deshecho, / disperso en el espacio todo aquello que estuvo unido. / Y es penoso estar muerto, / y muy arduo recobrar, poco a poco, / un asomo de eternidad.
Momentos antes de tu muerte pataleas, vociferas, lamentas la confianza traicionada, dimensionas el tamaño del fracaso, la caída. Pizarnik te diría que es el desastre, “es la hora del vacío no vacío / es el instante de poner cerrojo a los labios / oír a los condenados gritar / contemplar a cada uno de mis nombres /ahorcados en la nada”. Inmediatamente después te calmas: has muerto. Tan humillado, la vejación tan mayúscula, la pérdida sin proporciones, la entereza tan arruinada, ¿por qué no aceptar el pantano? No nades: húndete.
Por supuesto que puedes fingir recuperaciones prontas, ánimos épicos, disfrazarte con salud, pero negar palabras, según Benedetti, es abrir distancias. También puedes huir, comenzar en otro sitio, recrear: Al arruinar tu vida en esta parte de la tierra, escribió Kavafis, la has destrozado en todo el universo. Nunca escapas realmente. No nades: húndete, toca fondo: muere en vida.
Luego, en algún momento tienes que flotar. Algo te infla: el hambre, el sentido común, la autoestima, el hedor del muerto. Tus bríos y casta se ponen a prueba. En “Viento frío”, de H. P. Lovecraft, uno de mis cuentos favoritos, es el tesón y ciertos mecanismos de refrigeración los que mantienen en movimiento y existente al protagonista. Ha muerto desde hace meses, pero su voluntad lo niega, rechaza el olvido. Sólo cuando la refrigeración falla se quiebra el arrojo, se vuelve una masa viscosa y putrefacta en minutos. Este cuento ha sido uno de mis puntos de resiliencia desde la infancia: desapareces si lo decides.
Con las muertes simbólicas aceptas, como lo leí en una historieta de mutantes, que el alma es aquello que te jala en toda dirección y al mismo tiempo te mantiene unido. Desgajado recomienzas, pero no eres el único. El pelícano y el fénix han sido por cientos de años emblemas de la resurrección, símbolos de la esperanza. El primero se desgarra el pecho y da vida a sus polluelos muertos; el segundo entra en las llamas del nido y renace a los tres días entre las cenizas. El pelícano avala la continuación de la vida después de un baño de sangre; el fénix, la renovación del alma después de la hoguera. Sobre decir que ambos animales mitológicos son símbolos de Cristo.
En la mitología europea, Atis y Adonis son hombres que han muerto por capricho de los dioses, pero que se veneran relacionados con los ciclos de la naturaleza, con los tiempos aciagos y las temporadas de fertilidad. En el antiguo Egipto, Osiris es traicionado por su hermano, desmembrado y sus partes arrojadas en direcciones distantes. Su esposa-hermana Isis reconforma el cuerpo y Osiris resucita. Para los devotos, este dios representa aquello que renace, símbolo de la regeneración y la fertilidad.
Pero sólo hay fortuna, fecundidad, cuando mueres y aprendes en el proceso. “Ustedes —escribió Walt Whitman— que emergen de la corriente / en la que nosotros nos hemos hundido, / piensen, / cuando hablen de nuestras debilidades, / también en el tiempo sombrío /al que han escapado”. Necesitas comprender tu muerte como una bizarra búsqueda de equilibrio, donde el karma define el ajuste de los efectos de las causas durante tu existencia. Somos una matriz de temperamento y carne que debe probarse a través de distintas historias: repetido pero distinto, puedes reencarnar varias veces durante esta vida. Necesitas entender que este ajuste de cuentas también, aparte el placer, puede llegar a través del dolor. El problema es que caigas en un reduccionismo nietzscheano y declamar ingenuo que lo que no te mata te fortalece. Sin lección asimilada, la máxima es ingenua ilusión. En el poema “Desde los afectos”, Benedetti escribió que la forma no se pierde con abrirnos y que herirse no es necesariamente desangrarse. Necesitas renacer frutalecido, anima(liza)do, neonato fértil: incivilizado. Sólo hay muerte simbólica si caes en cuenta de ciertas verdades: aprende y caga, despréndete, suelta el cascajo. Después te creerás esta estrofa de Whitman: “Nunca ha habido otro comienzo que éste de ahora, / ni más juventud ni vejez que éstas de ahora, / y nunca habrá más perfección que la de ahora, / ni más cielo ni infierno que los de ahora”. Entonces comenzarás a encontrarle el sabor a los posibles sepulcros que te restan. Siempre hay alguien que te falla. Siempre hay alguien que se despide.
6 comentarios:
Me debes una caja de las pastillas antidepresivas que me recomendaste hace rato... jajaja ntc
Al principio empecé leyendo con cierto escepticismo, conforme los renglones fueron pasando creí q eras bastante cruel (sobre todo en donde hablas de las muertes necesarias y de los abuelitos que deciden dejar ser una carga) y terminé pensando en que después de tantas palabras tienes bastante razón...
Siempre habrá quien te falle, pero es peor morir porque te fallas tu mismo; ahí sí ni cómo echarle la culpa a alguien más, el olvido está más lejos y el camino está mucho más difícil de transitar.
Sólo una pregunta
¿Cuantas veces crees poder morir más?
¿Cuántas veces? Calculo que me restan sólo unas pocas muertes. Depende de la longevidad ajena y la cobardía de los pronto extraños.
Al estar buscando en internet, el nombre de mi bisabuelo, Josè Nisisaki, encontrè este blog. La noticia del suicidio no me impresionò porque eso fue lo que quisieron que se supiera. En realidad Josè Nisisaki fue torturado por un paisano japonès, a quien nombraban "sensei". Este señor querìa dinero para iniciar el partido comunista. Anteriormente ya habìa sido amenazado. Esa madrugada, todos cayeron en un profundo sueño pues el sensei habìa puesto alguna sustancia en la comida de la familia. Entonces... oyeron el ruido cuando el cuerpo torturado azotò al suelo. Y luego... el grito desaforado de mi bisabuela.
Solo querìa escribir esto como un añadido al concepto de muerte que maneja. Y si no es mucho pedir, quisiera saber la fuente de donde tomò el dato. He buscado en los periòdicos Novedades y El Universal(agosto 1949) sin èxito.Ojalà me pudiera ayudar. Gracias de antemano.
Hola, no sé si pueda contactarme contigo después de tanto tiempo. Realmente este blog es un proyecto olvidado ante otros en camino. Respecto a tu bisabuelo: la nota de su muerte la encontré en El Nacional de 1949, mientras realizaba una investigación para EL Colegio de Jalisco. En realidad, ya no tengo la copia conmigo, pero aún recuerdo que me movió la descripción de los hechos. Saludos.
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