19 septiembre 2009

Dar fe

Hela aquí, Señor, la arena del mediodía es la que mayor problema nos causa al ánimo de nuestra fiereza. Nuestro mal humor viene de la nostalgia irascible, el recuerdo de la sabana, el mismo sol nadir, la hora exacta de la siesta bajo un sutil arbusto africano. Buenos días aquellos de la carne libre, la buena cacería, el correcto sueño. Ya no más. Debemos comprenderlo. Tomar nuestro destino con la ligereza de nuestra calidad de bestias. Pero comprenda Usted, la gritería de este público que pide su muerte aún nos aturde. Somos en el fondo y en la superficie criaturas sencillas: para nosotros son suficientes la tranquila sombra, el merecido bocado, el complaciente apareo. Nuestro somero placer nos viene del instinto. Es por eso, Señor, lo sabe bien, que este espectáculo no significa gloria alguna ante nuestros ojos. Obedecemos lo que somos, saltamos sobre la carne, luego el aplauso de los romanos. Pero Usted y nosotros sabemos que no existe relevancia, compleja valentía. No merecemos la calidad de héroes a la que nos han elevando. No es una labor de orgullo. Nuestra fiereza sólo trasciende bajo el buen humor de los vientos libres. Pero cumplimos por inercia nuestra labor de salir a comer cristianos. 

Pero henos ahora aquí, Señor, Usted ha revelado las palabras ocultas detrás de la memoria. Que los cielos tiemblen, este sol de mediodía estalle, la bella Roma bajo las llamas. La turba histérica mantiene los pulgares abajo, pero usted, sin saberlo, ha mencionado la Ecuación de la Vida. Nada podemos hacer. Que los mares se rebelen, los dioses y los verdugos nos castiguen. Nada podemos hacer. Daniel las ha mencionado y nosotros aceptamos, cual nobles leones, nuestro destino.



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