13 diciembre 2008

Atención al cliente

Por fin soy parte de la extorsión telefónica. Dejo de ser un excluido vivencial en las pláticas sobre llamadas extrañas, parientes perdidos y bilocados y niños que no disfrutan tranquilos un recreo porque de pronto los abraza una madre histérica. Estoy dentro: oscilo entre el orgullo de la inclusión (soy merecedor de la llamada, genial), la tristeza de la posibilidad de que cumplan lo señalado y la argumentación sobre la lógica detrás de la calidad del servicio criminal.
     Sé que la cotidianidad necesita de perturbaciones y giros de tuercas, pero la cobardía no es, al menos por común ahora, un buen recurso. Me imagino a un tipo (tal vez un familiar o un viejo amigo), marcando mi número, buscando su estrategia de persuasión, las palabras perfectas que recurren a las tendencias criminales, su apelación al miedo colectivo y a mis inseguridades personales. Luego, mi vida deja de estar tranquila: alguien se ha sentido con el derecho de llegar y hablarme de muertes, ejecuciones y transacciones bancarias. Un sujeto, desde el anonimato, ha intervenido mis problemas cotidianos con su idea de negocio. Me lo imagino colérico e intempestivo (o flemático y parsimonioso), huraño (o amable), emocional (o calculador), egocéntrico (o pesimista). Qué más da si es uno solo o la legión de villanos: ha marcado desde un Starbucks, desde un baño asqueroso de una plaza comercial caída a menos, desde la comodidad de una celda.
     Un número de celular desconocido. Un texto al grano, ominoso: “¿Quieres vivir? Tenemos órdenes de secuestrar a tus hijos y sacrificarlos a Satán. Si quieres negociar, envía mensaje”. El problema es que no tengo descendencia, cuestiono con frecuencia las religiones y mis ganas de vida no necesariamente son destacables. No he sido merecedor de un buen expediente. Ya no se puede confiar en los estudios de mercado. Para qué el regalo de la imagen de la inmolación de un pariente, un cuerpo invadido, un alma perdida. Qué desperdicio de tiempo. Se extraña la personalización de datos, la triangulación perfecta de acciones. Me aburre lo artificial de la trama delictiva esotérica.
     Borré de inmediato el mensaje porque mi humor negro comenzó a alborotarse, a pensar en las respuestas adecuadas: tal vez un “Soy estéril y muero de cáncer de páncreas. Gracias por la consideración. Quizás en otra vida” o un negociable “¿No podrían cambiar mis niños por mis padres?” Ahora me arrepiento. Debí buscar la manera de rastrearlo, reportarlo, mandarlo al demonio (puede ser Satán, si así lo desea), preguntarle sobre sus hijos, su proyecto de vida, su madre. Entender su estrategia de mercado, su ilusión de obtener dinero. Quiero ser empático donde él (o ella, o ellos, o ellas) no lo es. Pero me aburren su miopía, su visión reduccionista del otro, incluso sus faltas de ortografía. Me aterra pensar qué sentirían mis progenitores y mis amigos católicos honestos si recibieran este mismo mensaje. Porque me aterra aterrarme. Echarme tierra frente al terror. Qué agobio, entendido como una vida cotidiana que se sofoca de repente.
     Pero lo que me enoja es la impotencia, el que no me quede otra que dejar pasar, olvidarlo y sólo contarlo, apretujarme entre el montón de testimonios. Me molesta la legislación lenta detrás de la tecnología, el no tener derecho de réplica, la impotencia de no localizar la fuente, de que no tengamos aún acceso a un registro regulado para evitar estas vulgaridades del miedo.
Público, Guadalajara, 5 de diciembre de 2008









1 comentarios:

Nicanor Arenas Bermejo, palabrista dijo...

Si no secuestraron a los hijos, quizá sí secuestraron a quien aquí palabreaba. ¿Dónde quedó Calvino? Dónde demonios (o dónde Satanás).

Saludos desde la hoguera